sábado, 16 de enero de 2021

Los inicios del Photoshop

 


Cuando el estrés llama a la puerta

 Ayer me puse a pensar si no estaré un poco distraída. Fue después de que intenté sacar el auto del garaje, con la puerta del lado del conductor abierta.

Como soy positiva por naturaleza, me alegró que la pared del garaje apenas presentara una pequeña (aunque profunda) rajadura y, aunque la puerta quedó toda destartalada, el hecho de que no pueda cerrarse bien permitirá que cuando llueva, las gotas salpiquen mi agraciada anatomía. Porque además de positiva, soy muy romántica.

Espero reacciones más creativas del “¿¡¡¡Cómo fue que te pasó!!!?”, que preguntó escandalizado marido por mensaje de texto (el medio ideal para tocar temas escabrosos, porque a la distancia todo se minimiza). ¿Te muestro Rodolfo cómo me pasó?: tengo otras tres puertas para romper, inclusive si me esmero puedo destruir el baúl; si querés cuando vuelvas a casa te enseño, le escribí terminando la frase con un iconito de llanto desconsolado, para que creyera que estaba muy afectada por el incidente (y obviamente lo creyó; a veces peca de ingenuo, el pobre).

Al principio supuse que se trataba de un mero descuido, algo común en personas que tienen muchos temas en la cabeza para resolver. Y yo no era la excepción; tenía que resolver si compraba jamón cocido o crudo para los sánguches de la cena, llevar ropa al lavadero y recordar de llamar a mi amiga a la vuelta, todo eso mientras evaluaba si el bolso me hacía juego con la remera y miraba el espejo retrovisor…para ponerme un poco de rímel. Era mucho incluso para mí, así que decidí que el seguro del coche -que había vencido hacía una semana- lo pagaría al día siguiente. O al otro, total no había apuro.

Sin embargo, lo que percibí como una anécdota, sería la primera señal de que el estrés estaba golpeando algo más que la puerta de mi bólido.

Lo confirmé a la mañana siguiente cuando descubrí, con sorpresa, que no estaba acariciando a la gata, sino a la capucha de piel de una campera que algún malvado de la familia dejó sobre la silla. Me quieren enloquecer.

Ahora, que asumí mi problema, estoy tratando de comunicarme con un neurólogo.

Tratando digo, porque no veo bien.

Me lavé la cara con los anteojos puestos.

(Publicado en revista "Ahora+")

jueves, 5 de noviembre de 2020

Las ventajas de la edad

 Por lo general no nos gusta cumplir años pero porque no vemos el vaso medio lleno, ¿será que a determinada edad ya no vemos mucho o que necesitamos tomar más agua? Como sea, lo cierto es que el tiempo trae muchas cosas más que presbicia, deshidratación, canas, estrías, arrugas, flacidez multiárea, y perder por escándalo la lucha contra la ley de gravedad.

No hablo de sabiduría (salvo en el caso de predecir con incuestionable infalibilidad si va a llover, por cómo duelen las articulaciones) porque conozco gente muy mayor que razona menos que una medusa, sino de ciertas prerrogativas que, lejos menoscabar nuestra autoestima, nos permite disfrutar la vida como nunca antes.

Por ejemplo, ya no corremos peligro de que nos tomen como rehenes o que nos secuestren si cobramos la mínima y menos que menos, de caer en las garras de un traficante de órganos. 

Empezamos a recuperar todo lo que invertimos en la prepaga y probablemente terminemos con saldo a favor (aunque hay que decirlo, ya no estaremos para regocijarnos por eso) y lo mejor es que nos van a ordenar todo tipo de análisis antes de confirmar que somos hipocondríacos. Tampoco vamos a padecer dolor de muelas, salvo alguno que otro desafortunado que aún cuente con alguna.

En la calle nadie nos va a pedir que lo ayudemos a empujar el auto y es raro que la policía nos pida documentos, nos haga el test de alcoholemia o nos solicite salir como testigos de un accidente, porque desconfía de nuestro buen juicio. Además, podemos ir a hacer las compras vestidos hasta de Power Ranger que nadie se va a voltear para mirarnos y, si lo hacen, nos preocupa tres belines.

Pero lo mejor de todo es que podemos guardar un secreto aún si se lo contamos a nuestro único amigo, porque seguramente ninguno de los dos lo va a recordar, ni nos vamos a acordar de que nos conocemos, por lo que ¡vamos a hacer nuevas amistades todo el tiempo!


Publicado en la revista Ahora+


lunes, 14 de septiembre de 2020

Por qué los hombres detestan acompañarnos a comprar ropa


 Publicado en la revista Ahora+

Si las mascotas hablaran…

 No sé si fue porque el 29 es el día del animal, o porque en la cena, cuando le estaba entrando a un churrasco con huevo frito mis hijas vegetarianas comenzaron otra vez a torturarme sobre si tomaba conciencia del sufrimiento que había detrás de ese plato (juro que yo no las crié así) o porque vi una película de dibujos animados en donde ya todos sabemos que hasta las esponjas de mar -que no tienen boca- hablan, bailan y cantan (¡es increíble lo bien que afinan!), pero la cuestión es que anoche tuve un sueño muy raro: soñé que las mascotas hablaban de mí… y no en muy buenos términos.

Estaban la perra del vecino de al lado (P) y mi gata (G) tiradas arriba de mi ropa para planchar (si hubiera estado despierta eso no pasa) y de repente la escucho a la perra recriminándole de que siempre le comía su alimento:

P - No entiendo esa manía de robarme la comida, que además de que no tiene sabor a nada es bastante berreta.

G - Si a vos te dieran lo que me dan a mí, hasta pasto comerías.

P - ¡Pero vos comés pasto! Aunque yo creía que te estabas purgando.

G - Naaa! Lo hago para quitarme el mal gusto de la boca.

P - Si le interesaras un poco a tu dueña te daría de comer lo mismo que le da a la familia.

G - ¡¡Me da lo mismo que a su familia!!

P - Esa tipa no quiere a nadie, ¡con razón las hijas viven a ensalada! Ahora comprendo por qué le hacés pis en las zapatillas; yo suponía que era porque no te destacás por tener muchas luces pero ahora entiendo que es por venganza. 

P - Si tengo pocas luces ¡es porque estoy mal alimentada! Y en realidad se las mojo para que no se dé cuenta que aprovecho para llenarle la ropa de pelos cuando se va al alergista (todavía no sabe que es alérgica a los pelos de gato porque le mastiqué el resultado de los análisis, jeje!).

G - Y pensar que por muchísimo menos a mí me castraron…

Me desperté sobresaltada aunque esclarecida: comprendí que mi mascota también me odia, que nadie aprecia mi esfuerzo por alimentar a mis seres amados de manera sana y responsable, y que en cualquier momento salta que lo del alergista es un verso y se avivan de que, toda vez que puedo, me voy a comer afuera. 

Es que definitivamente, a mí el pasto tampoco me gusta.


Publicado en la revista Ahora+


jueves, 13 de agosto de 2020

Bitácora de mi cuarentena

Escribo estas páginas mientras atravieso la cuarentena para dejar mi testimonio que espero sea inspirador y ayude a quienes lo necesiten, porque una tiene conciencia social, porque comprendo la importancia que tiene el humor en estos días y, por sobre todas las cosas, porque se me cortó internet y me aburro como una ostra.

Soy una persona positiva por naturaleza pero con esto de estar confinada mi ánimo no es el mismo; voy a tener que estar encerrada con gente a la que veo ocasionalmente y la verdad es que me hubiera gustado estar cerca de mi familia ¡pero no tanto!

Durante la primera semana me dediqué a no hacer nada porque soy una persona de costumbres muy arraigadas, pero luego fui desarrollando distintas habilidades, que dejé registradas: 

Día 8: Transformé la heladera vacía en un portazapatos porque no sólo se me achicó la ropa sino que se me agrandaron los pies (dicen que es por el sedentarismo) así que pienso frizarlos (a los zapatos obviamente) porque el frío ablanda el calzado.

Día 10: Voy a la panadería con el barbijo que me hice con un corpiño de taza soft; no lo preciso pero el encaje me da un aspecto glamoroso y además me cubre el bigote a lo Mario Bros que me creció en este tiempo. Lo malo es que parece que había que quitar el alambre del aro y se me incrustó en la cara; por las dudas pasé por la farmacia y me di la antitetánica.

Día 14: Decido cantar para levantar las endorfinas. Salgo al balcón y arranco con el tema del Titanic para deleitar a los vecinos. Quedo gratamente sorprendida, no por los guarangos –la mayoría- que repudiaron mis buenas intenciones sino por la viejita del 2°A que casi me pega en la frente con una maceta de suculentas –vivo en el 5°- lo que me confirmó que ya no tendré que subirle las bolsas de la verdulería.

Día 15: Conseguir papel higiénico resulta complicado así que con ayuda de un tutorial hice uno casero. Como no tenía papel común usé lija: el resultado fue un poderoso exfoliante -no es para pieles sensibles- que pienso registrar cuando termine la cuarentena.

Día 22 - Semana dedicada a la jardinería: terminé de limpiar cada una de las hojas de la enamorada del muro con el pincelito del delineador de ojos y ahora es el turno de cuidar mi aspecto, por lo que empiezo a practicar topiaria (poda ornamental) haciéndome una guarda pampa en las piernas.


También hice cofias con la masa de la pascualina, cociné una torta que me salió un poco dura pero sirve como rueda de auxilio y un montón de cosas más que contaré en otra entrega; me estoy arreglando para salir… en una selfie, ¿¿qué pensaban?? Yo me quedo en casa!

(Publicado en la revista Ahora+)

lunes, 27 de abril de 2020

Una madre que da consejos...

En un curso que hice sobre Programación neurolingüística (estudio para desarrollar mi intelecto, acercarme al saber y alejarme de los quehaceres domésticos y de la senilidad) me enteré que uno de los principios de esta disciplina es que debo escuchar al otro, ponerme en su lugar y no dar consejos a menos que me lo pidan… ¿¿Cómo??
La verdad es que enseñaron muchas cosas más, pero mi mente se detuvo en ese concepto y no registró nada más. Memoria selectiva que le dicen.
Llegué entonces a la conclusión que el que levantó los pilares de la pnl, o era huérfano de madre o mandó un tiro por elevación para su propia progenitora, harto de que le preguntara si llevaba los documentos antes de ir a dar una conferencia.
De otra manera, no se explica cómo pudo elaborar semejante blasfemia y trasmitirla a sus seguidores, acólitos que son todos hijos e hijas que van a dejar de hacerles caso a sus mamás, preocupadas por si comen, si se llevan un saquito por si refresca o si se ponen ropa interior decente por si les pasa algo en la calle –uno nunca sabe cuándo va a conocer al amor de su vida-.
Si esta teoría tuviera éxito, si no fuera saludable para nuestros retoños el hecho de que seamos tan entrometidas, ¿¿cuál sería entonces el papel materno, ehh??

El amor materno SIEMPRE es aconsejable
El tema de los consejos no es moco de pavo, pavos son los hijos que no quieren seguirlos. ¿Que la experiencia no es transmisible? ¡JA! ¡¡Como si a una le importara!! La idea es que, a fuerza de repetición, el concepto les entre en la cabeza y lo acepten como una verdad revelada.
Los consejos maternos deben actuar como una suerte de hipnosis, como un reflejo condicionado en el que un simple disparador -que podría ser el de asomarnos y decirles “Escuchame…”- detone para que, sin pensarlo, tomen las llaves, los documentos, el celular cargado -¡y no lo pongan en modo silencio, caramba!- y la campera y salgan disparando de casa. No importa si lo hacen como un reflejo o para sacarnos de encima: ¿hicieron lo que les aconsejamos? Prueba superada.
Como madres que somos, sabemos que ciertas costumbres serán más difíciles de instalar, como la de exhortarlos a llevar paraguas. Ni pegándoselo con la gotita en la frente lograremos superar este desafío. Que se embromen. Ello nos dará la oportunidad, cuando vuelvan chorreando agua hasta de la clavícula, de lanzar otra de nuestras frases emblemáticas; la nunca bien ponderada “¡Yo te lo dije!”.
Si no tuviésemos la posibilidad de aconsejarlos sobre todo cuanto acontece, ¿a qué se reduciría nuestro papel? ¿A limpiar, a cocinarles exquisitos platos, a lavarles la ropa? Si así fuera, la maternidad se limitaría a una cuestión netamente higiénica y gastronómica… lo que, teniendo en cuenta el estado calamitoso de mi casa y mi deprimente destreza culinaria, hablaría muy mal de mí como madre. Y yo limpio mal y cocino peor ¡pero soy buena aconsejando!
Mis hijos a veces aceptan mis sugerencias; hasta siento que en algunos momentos me prestan atención, inclusive cuando les aconsejo que hagan las cosas que yo no hago, o al revés. Porque debemos reconocer que en ciertas, muchísimas ocasiones, recomendamos hábitos que no profesamos pero, ¿quién dijo que hay que predicar con el ejemplo? Yo puedo fumar como un escuerzo y proferir toda clase de improperios cuando manejo –y cuando no, también-, y enseñarles a mis vástagos que el tabaco es malo y que no hay que insultar al prójimo. ¿Que eso es una incoherencia?  Puede ser, pero también es cierto que las madres tenemos una respuesta para todo. Con un “Tenés que ser mejor que yo” resolvemos la paradoja y quedamos bien paradas, trasuntando sabiduría y humildad. Nada mal, ¿no?
Siempre que sea para ayudar a resolver problemas y tomar las decisiones adecuadas –es decir, las que proponemos nosotras-, ningún tema escapa del dominio solícito de una madre, ya se trate de parejas, estudios, trabajos, vestidos de noche o física cuántica.
En ese sentido, qué mejor reconocimiento que el que me hizo mi hija, cuando me dio una tarjeta que emulando al Martín Fierro decía: “Un padre que da consejos, más que padre, es un metido”. Con los ojos llenos de amor le aconsejé que se la guardara: el padre podría sentirse ofendido.

(Publicada en revista Ahora+)

martes, 14 de abril de 2020

¡Qué mal genio!

(Publicado en la revista Ahora+)

La importancia de la experiencia

Con los años, he ido viviendo y acumulando experiencia, y de acuerdo a los resultados obtenidos puedo decir sin falsa modestia, que me ha servido de muy poco. Pero, lejos de interpretar mis caídas como errores, las tomo como un aprendizaje –porque además de optimista, soy de lo más ilusa-. Por esa razón es que repito una y otra vez las mismas cosas; no porque sea de madera, sino porque me gusta reafirmar mis conocimientos.
El hecho de pegarme continuamente la cabeza contra la pared es precisamente el motivo por el que reincido en las mismas cuestiones: me queda el cerebro a la miseria. Debería golpearla contra algo no tan contundente, como para que me quede sana alguna neurona y me permita tomar nuevas y  mejores decisiones.
Sin embargo, gracias a los porrazos que me he dado en los caminos de la vida –que están muy mal señalizados y bastante baqueteados para quien los transita a ciegas-, he aprendido lo que me hace bien y mal, lo cual estimo, será sumamente enriquecedor si alguna vez lo llego a poner en práctica.

La experiencia y la voluntad
A esta altura del partido -en el que detento un respetable empate- conozco perfectamente la diferencia entre una comida sana y una chatarra. Sé muy bien cuáles alimentos son nefastos para mi salud, pero los como igual ¡porque son tan ricos! Incluso comencé un par de regímenes –hasta consulté con una nutricionista no virtual-, pero eso de tener que planificar las comidas me coarta el espíritu creativo de pensar qué diablos preparar para el almuerzo/cena y resolverlo con unos improvisados fideos con manteca, unas hamburguesas ciento por ciento de cajita, o unas prepizzas con abundante aceite –de oliva, porque no hay que descuidarse- . Afortunadamente, no soy una inconsciente;  como tengo la experiencia y el conocimiento de que me hacen mal, las como, pero con culpa: algo es algo.
Lo mismo me pasa con el ejercicio; sé que caminar media hora diaria obra maravillas, pero ¿adónde ir que pueda tardar quince minutos para ir y otros quince para volver? Si me excedo en la caminata pierdo tiempo para dedicarme a cultivar el intelecto, por lo que prefiero quedarme sentada y cómoda jugando al Mahjong online, que es más divertido y me mantiene la mente alerta, aunque el resto del cuerpo me quede entumecido. De esta manera me aseguro que a la vejez llegaré lúcida y canchera –en el arte del Mahjong-, aunque me tengan que ayudar hasta para ir al baño, porque la piernas no me respondan.
No es un tema menor el de las adicciones, ya se trate a cigarrillos, alcohol o a sustancias químicas como los compuestos multiuso que dañan mi aparato respiratorio -pero me dejan la cocina y el baño inmaculados-, las tóxicas cremas antiarrugas -tóxicas para mi presupuesto-, o la ingestión desmedida de Theobroma cacao en cualquiera de sus presentaciones –bombones, chocolates y postres helados, entre otras-, que me aumentan la autoestima, las caderas y la masa abdominal.
Sé positivamente que todos son dañinos, pero ello no impide que de tanto en tanto me tire una canita al aire. Hablando de canas, me olvidaba de mi adicción a tapármelas con tinturas, que me dejan rascándome a cuatro manos el cuero cabelludo, la cara y el cuello porque soy alérgica al peróxido. Y, aunque me quede la piel roja como un tomate –fruto que también me produce alergia pero lo sigo consumiendo porque les da felicidad a mis divertículos- me tiño de todos modos, porque prefiero que los demás piensen que tengo sarna antes que años. Y además el rojo urticaria es el color de esta temporada.
En fin, que la experiencia muchas veces no sirve de nada si no hay voluntad para hacer cambios y si nos dominan los excesos.
En ese sentido, más de uno se preguntará por qué entre las adicciones no están incluidos los excesos carnales. Y la verdad es que, además de que me da un poco de vergüenza referirme a esos temas, en lo único carnal que podría excederme es en engullir un bife de chorizo más allá de ocasiones especiales –como el cobro del aguinaldo-. Todo lo demás constituye un exceso, pero de imaginación.

(Publicado en la revista Ahora+)