Con los años, he ido viviendo y acumulando
experiencia, y de acuerdo a los resultados obtenidos puedo decir sin falsa
modestia, que me ha servido de muy poco. Pero, lejos de interpretar mis caídas como
errores, las tomo como un aprendizaje –porque además de optimista, soy de lo
más ilusa-. Por esa razón es que repito una y otra vez las mismas cosas; no
porque sea de madera, sino porque me gusta reafirmar mis conocimientos.
El hecho de pegarme continuamente la cabeza
contra la pared es precisamente el motivo por el que reincido en las mismas
cuestiones: me queda el cerebro a la miseria. Debería golpearla contra algo no
tan contundente, como para que me quede sana alguna neurona y me permita tomar nuevas
y mejores decisiones.
Sin embargo, gracias a los porrazos que me
he dado en los caminos de la vida –que están muy mal señalizados y bastante
baqueteados para quien los transita a ciegas-, he aprendido lo que me hace bien
y mal, lo cual estimo, será sumamente enriquecedor si alguna vez lo llego a poner
en práctica.
La
experiencia y la voluntad
A esta altura del partido -en el que
detento un respetable empate- conozco perfectamente la diferencia entre una
comida sana y una chatarra. Sé muy bien cuáles alimentos son nefastos para mi
salud, pero los como igual ¡porque son tan ricos! Incluso comencé un par de
regímenes –hasta consulté con una nutricionista no virtual-, pero eso de tener
que planificar las comidas me coarta el espíritu creativo de pensar qué diablos
preparar para el almuerzo/cena y resolverlo con unos improvisados fideos con
manteca, unas hamburguesas ciento por ciento de cajita, o unas prepizzas con
abundante aceite –de oliva, porque no hay que descuidarse- . Afortunadamente,
no soy una inconsciente; como tengo la
experiencia y el conocimiento de que me hacen mal, las como, pero con culpa:
algo es algo.
Lo mismo me pasa con el ejercicio; sé que
caminar media hora diaria obra maravillas, pero ¿adónde ir que pueda tardar quince
minutos para ir y otros quince para volver? Si me excedo en la caminata pierdo
tiempo para dedicarme a cultivar el intelecto, por lo que prefiero quedarme
sentada y cómoda jugando al Mahjong online, que es más divertido y me mantiene la
mente alerta, aunque el resto del cuerpo me quede entumecido. De esta manera me
aseguro que a la vejez llegaré lúcida y canchera –en el arte del Mahjong-,
aunque me tengan que ayudar hasta para ir al baño, porque la piernas no me
respondan.
No es un tema menor el de las adicciones,
ya se trate a cigarrillos, alcohol o a sustancias químicas como los compuestos
multiuso que dañan mi aparato respiratorio -pero me dejan la cocina y el baño
inmaculados-, las tóxicas cremas antiarrugas -tóxicas para mi presupuesto-, o la
ingestión desmedida de Theobroma cacao en cualquiera de sus presentaciones
–bombones, chocolates y postres helados, entre otras-, que me aumentan la
autoestima, las caderas y la masa abdominal.
Sé positivamente que todos son dañinos,
pero ello no impide que de tanto en tanto me tire una canita al aire. Hablando
de canas, me olvidaba de mi adicción a tapármelas con tinturas, que me dejan
rascándome a cuatro manos el cuero cabelludo, la cara y el cuello porque soy
alérgica al peróxido. Y, aunque me quede la piel roja como un tomate –fruto que
también me produce alergia pero lo sigo consumiendo porque les da felicidad a
mis divertículos- me tiño de todos modos, porque prefiero que los demás piensen
que tengo sarna antes que años. Y además el rojo urticaria es el color de esta
temporada.
En fin, que la experiencia muchas veces no
sirve de nada si no hay voluntad para hacer cambios y si nos dominan los
excesos.
En ese sentido, más de uno se preguntará por qué
entre las adicciones no están incluidos los excesos carnales. Y la verdad es
que, además de que me da un poco de vergüenza referirme a esos temas, en lo único
carnal que podría excederme es en engullir un bife de chorizo más allá de ocasiones
especiales –como el cobro del aguinaldo-. Todo lo demás constituye un exceso,
pero de imaginación.(Publicado en la revista Ahora+)
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