lunes, 27 de abril de 2020

Una madre que da consejos...

En un curso que hice sobre Programación neurolingüística (estudio para desarrollar mi intelecto, acercarme al saber y alejarme de los quehaceres domésticos y de la senilidad) me enteré que uno de los principios de esta disciplina es que debo escuchar al otro, ponerme en su lugar y no dar consejos a menos que me lo pidan… ¿¿Cómo??
La verdad es que enseñaron muchas cosas más, pero mi mente se detuvo en ese concepto y no registró nada más. Memoria selectiva que le dicen.
Llegué entonces a la conclusión que el que levantó los pilares de la pnl, o era huérfano de madre o mandó un tiro por elevación para su propia progenitora, harto de que le preguntara si llevaba los documentos antes de ir a dar una conferencia.
De otra manera, no se explica cómo pudo elaborar semejante blasfemia y trasmitirla a sus seguidores, acólitos que son todos hijos e hijas que van a dejar de hacerles caso a sus mamás, preocupadas por si comen, si se llevan un saquito por si refresca o si se ponen ropa interior decente por si les pasa algo en la calle –uno nunca sabe cuándo va a conocer al amor de su vida-.
Si esta teoría tuviera éxito, si no fuera saludable para nuestros retoños el hecho de que seamos tan entrometidas, ¿¿cuál sería entonces el papel materno, ehh??

El amor materno SIEMPRE es aconsejable
El tema de los consejos no es moco de pavo, pavos son los hijos que no quieren seguirlos. ¿Que la experiencia no es transmisible? ¡JA! ¡¡Como si a una le importara!! La idea es que, a fuerza de repetición, el concepto les entre en la cabeza y lo acepten como una verdad revelada.
Los consejos maternos deben actuar como una suerte de hipnosis, como un reflejo condicionado en el que un simple disparador -que podría ser el de asomarnos y decirles “Escuchame…”- detone para que, sin pensarlo, tomen las llaves, los documentos, el celular cargado -¡y no lo pongan en modo silencio, caramba!- y la campera y salgan disparando de casa. No importa si lo hacen como un reflejo o para sacarnos de encima: ¿hicieron lo que les aconsejamos? Prueba superada.
Como madres que somos, sabemos que ciertas costumbres serán más difíciles de instalar, como la de exhortarlos a llevar paraguas. Ni pegándoselo con la gotita en la frente lograremos superar este desafío. Que se embromen. Ello nos dará la oportunidad, cuando vuelvan chorreando agua hasta de la clavícula, de lanzar otra de nuestras frases emblemáticas; la nunca bien ponderada “¡Yo te lo dije!”.
Si no tuviésemos la posibilidad de aconsejarlos sobre todo cuanto acontece, ¿a qué se reduciría nuestro papel? ¿A limpiar, a cocinarles exquisitos platos, a lavarles la ropa? Si así fuera, la maternidad se limitaría a una cuestión netamente higiénica y gastronómica… lo que, teniendo en cuenta el estado calamitoso de mi casa y mi deprimente destreza culinaria, hablaría muy mal de mí como madre. Y yo limpio mal y cocino peor ¡pero soy buena aconsejando!
Mis hijos a veces aceptan mis sugerencias; hasta siento que en algunos momentos me prestan atención, inclusive cuando les aconsejo que hagan las cosas que yo no hago, o al revés. Porque debemos reconocer que en ciertas, muchísimas ocasiones, recomendamos hábitos que no profesamos pero, ¿quién dijo que hay que predicar con el ejemplo? Yo puedo fumar como un escuerzo y proferir toda clase de improperios cuando manejo –y cuando no, también-, y enseñarles a mis vástagos que el tabaco es malo y que no hay que insultar al prójimo. ¿Que eso es una incoherencia?  Puede ser, pero también es cierto que las madres tenemos una respuesta para todo. Con un “Tenés que ser mejor que yo” resolvemos la paradoja y quedamos bien paradas, trasuntando sabiduría y humildad. Nada mal, ¿no?
Siempre que sea para ayudar a resolver problemas y tomar las decisiones adecuadas –es decir, las que proponemos nosotras-, ningún tema escapa del dominio solícito de una madre, ya se trate de parejas, estudios, trabajos, vestidos de noche o física cuántica.
En ese sentido, qué mejor reconocimiento que el que me hizo mi hija, cuando me dio una tarjeta que emulando al Martín Fierro decía: “Un padre que da consejos, más que padre, es un metido”. Con los ojos llenos de amor le aconsejé que se la guardara: el padre podría sentirse ofendido.

(Publicada en revista Ahora+)

martes, 14 de abril de 2020

¡Qué mal genio!

(Publicado en la revista Ahora+)

La importancia de la experiencia

Con los años, he ido viviendo y acumulando experiencia, y de acuerdo a los resultados obtenidos puedo decir sin falsa modestia, que me ha servido de muy poco. Pero, lejos de interpretar mis caídas como errores, las tomo como un aprendizaje –porque además de optimista, soy de lo más ilusa-. Por esa razón es que repito una y otra vez las mismas cosas; no porque sea de madera, sino porque me gusta reafirmar mis conocimientos.
El hecho de pegarme continuamente la cabeza contra la pared es precisamente el motivo por el que reincido en las mismas cuestiones: me queda el cerebro a la miseria. Debería golpearla contra algo no tan contundente, como para que me quede sana alguna neurona y me permita tomar nuevas y  mejores decisiones.
Sin embargo, gracias a los porrazos que me he dado en los caminos de la vida –que están muy mal señalizados y bastante baqueteados para quien los transita a ciegas-, he aprendido lo que me hace bien y mal, lo cual estimo, será sumamente enriquecedor si alguna vez lo llego a poner en práctica.

La experiencia y la voluntad
A esta altura del partido -en el que detento un respetable empate- conozco perfectamente la diferencia entre una comida sana y una chatarra. Sé muy bien cuáles alimentos son nefastos para mi salud, pero los como igual ¡porque son tan ricos! Incluso comencé un par de regímenes –hasta consulté con una nutricionista no virtual-, pero eso de tener que planificar las comidas me coarta el espíritu creativo de pensar qué diablos preparar para el almuerzo/cena y resolverlo con unos improvisados fideos con manteca, unas hamburguesas ciento por ciento de cajita, o unas prepizzas con abundante aceite –de oliva, porque no hay que descuidarse- . Afortunadamente, no soy una inconsciente;  como tengo la experiencia y el conocimiento de que me hacen mal, las como, pero con culpa: algo es algo.
Lo mismo me pasa con el ejercicio; sé que caminar media hora diaria obra maravillas, pero ¿adónde ir que pueda tardar quince minutos para ir y otros quince para volver? Si me excedo en la caminata pierdo tiempo para dedicarme a cultivar el intelecto, por lo que prefiero quedarme sentada y cómoda jugando al Mahjong online, que es más divertido y me mantiene la mente alerta, aunque el resto del cuerpo me quede entumecido. De esta manera me aseguro que a la vejez llegaré lúcida y canchera –en el arte del Mahjong-, aunque me tengan que ayudar hasta para ir al baño, porque la piernas no me respondan.
No es un tema menor el de las adicciones, ya se trate a cigarrillos, alcohol o a sustancias químicas como los compuestos multiuso que dañan mi aparato respiratorio -pero me dejan la cocina y el baño inmaculados-, las tóxicas cremas antiarrugas -tóxicas para mi presupuesto-, o la ingestión desmedida de Theobroma cacao en cualquiera de sus presentaciones –bombones, chocolates y postres helados, entre otras-, que me aumentan la autoestima, las caderas y la masa abdominal.
Sé positivamente que todos son dañinos, pero ello no impide que de tanto en tanto me tire una canita al aire. Hablando de canas, me olvidaba de mi adicción a tapármelas con tinturas, que me dejan rascándome a cuatro manos el cuero cabelludo, la cara y el cuello porque soy alérgica al peróxido. Y, aunque me quede la piel roja como un tomate –fruto que también me produce alergia pero lo sigo consumiendo porque les da felicidad a mis divertículos- me tiño de todos modos, porque prefiero que los demás piensen que tengo sarna antes que años. Y además el rojo urticaria es el color de esta temporada.
En fin, que la experiencia muchas veces no sirve de nada si no hay voluntad para hacer cambios y si nos dominan los excesos.
En ese sentido, más de uno se preguntará por qué entre las adicciones no están incluidos los excesos carnales. Y la verdad es que, además de que me da un poco de vergüenza referirme a esos temas, en lo único carnal que podría excederme es en engullir un bife de chorizo más allá de ocasiones especiales –como el cobro del aguinaldo-. Todo lo demás constituye un exceso, pero de imaginación.

(Publicado en la revista Ahora+)